Con apenas veinte años en 1975 ingresó a la Policía de Rosario.
Luego de un curso rápido de tres meses, casi sin alcanzar los conocimientos básicos le entregaron el arma reglamentaria y el uniforme, ni siquiera un capote para resguardarse del frío ni el correaje donde guardar la pistola; lo destinaron al Cuerpo Guardia Infantería.
Los camaradas lo recibieron con el afecto de hermanos mayores, protectores de ese muchacho que no podía disimular la edad por su rostro aniñado.
También ellos eran jóvenes en su mayoría, aprendices de servidores públicos que por su sangre comenzaban a correr los sentimientos que despiertan la llamada vocación.
Sin saberlo, sin quererlo, estaban destinados a vivir y morir en una época violenta.
Con los sinsabores y alegrías de un trabajo difícil el joven policía sacrificaba su tiempo libre en servicios adicionales para poder llevar algún dinero extra a su hogar, donde lo esperaba una esposa de diecisiete años y su hijita recién nacida.
En el mes de Septiembre, a los doce días, en el año 1976, se dirigió a lo que sería su último servicio en el estadio de Rosario Central, el local enfrentaba a Unión de Santa Fe en cuyo arco debutaba Nery Pumpido.
Finalizado el partido, cuando los hinchas habían abandonado el Gigante de Arroyito, subió al colectivo de su destino, riendo, bromeando, lleno de vida.
Casi a la hora 18, una explosión impresionante sacudió el omnibus lleno de efectivos, cientos de perforaciones en chapa y carne exhibían la crueldad de un acto demencial, allí en la sangre derramada el éxito criminal perdía su disfraz libertador para mostrarse desnudo y aterrador ante una sociedad que comenzó a verlo tal cual era, un terrorismo asesino e impiadoso.
Junín y Rawson, la masacre, pasan a la inmortalidad nueve héroes que llenan de tristeza y orgullo a la familia policial, mas la tragedia entrelaza historias que el tiempo irá develando.
Nuestro joven policía ha dejado de reír para siempre, entre tanto dolor su muerte parece la más injusta de todas.
Su viuda, casi una una niña, al recibir la infausta noticia se quiebra de manera atroz, algo en su mente escapa de la realidad, toma la ropa de su esposo, fotos de casamiento y otras de tiempos felices, amontona todo y le prende fuego.
Las llamas consumen recuerdos y la mujer, perdida la cordura le entrega la niña a su hermana y no vuelve a verla.
La pequeña crece sin padres, a uno lo llevó la muerte, a otro la locura.
Rodeada del cariño de sus parientes hoy es una mujer que hace algunos años comenzó a buscar cosas que afirmaran el recuerdo de su padre que no conoció.
De viejos diarios las crónicas de ese sangriento hecho en que lo perdiera, de algún compañero un breve relato de como era.
Todos los doce de Septiembre, su figura menuda se conmueve ante el Paredón que marca "La Masacre de calle Junín" cuando escucha el nombre de su padre y una voz desconocida pero amiga dice "¡Presente!".
Seguro que ella, una HIJA así con mayúsculas, siente en su corazón la voz de su padre que la llama y ella responde con su alma " ¡SIEMPRE PRESENTE PAPÁ!"